Lo prometido es deuda. Hace tiempo dije que me leería
Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural (Capitán Swing, 2014) de
Víctor Lenore y escribiría mis impresiones al respecto. Pero antes de empezar, unas cuantas consideraciones (algunas de las cuales ya he expresado públicamente en más de una ocasión en las redes sociales):
1. Creo que en una profesión tan devaluada últimamente como es la del periodismo cultural siempre es una buena noticia que un colega escriba un libro, sea del tema que sea. Por eso, nunca he entendido la polémica que se formó con este “panfleto” (en palabras del propio autor) y por qué una inmensa mayoría de profesionales del ramo se cebaron con él (algunos sin haberlo leído), centrándose solo en las afirmaciones más anecdóticas y más provocadoras, y dejando de lado su verdadero mensaje. Intento encontrar una explicación a este fenómeno –que no pasa, por ejemplo, cuando alguien escribe un libro sobre un grupo indie o un superventas, da igual- y solo se me ocurre una explicación: en el fondo, muchos de los que condenan el libro están de acuerdo con lo que dice, pero les molesta que otro se les haya adelantado. O simplemente, están de acuerdo y no se atreven a reconocerlo públicamente. Por otra parte, ese ataque me parece una falta de respeto a un periodista que, para mí, es un excelente entrevistador (aunque no le perdono el “estropicio” que hizo con Santiago Auserón, a quien yo le habría sometido a un cuestionario totalmente distinto). De todas maneras, con todos esos ataques y puñaladas traperas ha conseguido que
Indies, hipsters y gafapastas sea el libro más comentado del año.
2. Esto no pretende ser una crítica: solo intento hacer unas cuantas observaciones sobre aspectos con los que no estoy demasiado de acuerdo y que, dicho sea de paso, son pocos. Cuando lo leía me lo tomé en serio y tenía preparada una libreta para ir escribiendo anotaciones: de las 155 páginas que tiene, solo encontré discrepancias en 9. Haciendo un cálculo chapucero, eso se traduce en el siguiente dato: solo difiero en un 5,8% (o dicho de otra manera, estoy de acuerdo con lo que dice en un 94,2%).
3. Por último, quiero dejar claro que las opiniones aquí vertidas las hago como profesional independiente y como individuo de la calle: no represento absolutamente a ninguna empresa.
Tras este preámbulo, paso a desglosar los aspectos del libro con los que menos coincido:
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En la página 69, se reproducen unas declaraciones de
Kim Gordon sobre el resurgimiento a mediados de los ochenta de grupos de rock con raíces en los Estados Unidos. Eso lleva a Lenore a relacionar esta corriente y la del neocountry con el patriotismo yanqui:
“La cosa creció con la llegada de los 2000 y la marea de artistas neocountry. En solo veinte años, el underground pasó de quemar cartillas de reclutamiento y banderas a ondearlas con orgullo”, escribe. Un craso error y un análisis muy superficial.
En primer lugar, el “neocountry” no surgió en los 2000, sino a mediados de los ochenta, y apareció, precisamente, como una reacción a la maquinaria de Nashville y al country patriótico, estereotipado y edulcorado, proponiendo una vuelta a las raíces con una energía más propia del punk. Posteriormente llegó el alt. country, que llevaría el estilo a extremos más radicales, con la incorrección política por bandera, apología de las drogas, recuperación de temas tabú como las
murder songs, etc. Los sellos creados en torno al alt. country (Bloodshot sería su escudería más representativa) siguen siendo, a día de hoy, más indies que el mitificado Sub Pop. Y, que yo recuerde, ninguno de los artistas de Bloodshot ha actuado en los festivales indies, ha sonado en anuncios televisivos y la atención que se le presta en los medios
hipsters es limitada.
En cuanto a la recuperación de las raíces norteamericanas frente a la estética británica, como también apunta Kim Gordon, es algo perfectamente lícito y para nada censurable. Los Estados Unidos ya sufrieron la nefasta British Invasion, que no solo explotó el legado afroamericano y lo hizo digerible para las masas (con los Beatles y los Rolling Stones como máximos ultrajadores), sino que acabó con parte de la industria: se cerraron estudios y los músicos se dispersaron. Una opinión que no es solo mía, sino que me corroboró
Willy DeVille cuando le entrevisté en 1992:
“Cuando los Beatles vinieron a América, y creo que eso pasó en 1964, fue el principio de la etapa oscura. Todos estos fantásticos artistas norteamericanos no podrían trabajar más: tenías que ser inglés para ser famoso. Esto fue realmente perjudicial para los artistas estadounidenses. Los ingleses pueden robar esta música a través de la moda, la propaganda. Soy muy militante cuando me pongo a hablar de lo que los ingleses han hecho a la música, porque la han llevado a una especie de punto muerto. Después de los Beatles, en los primeros sesenta, la gente empezó con la psicodelia, se dejó el pelo más largo… De hecho, los Beatles eran muy buenos compositores, pero gran parte de su material era una moda, una mierda. Solo querían ganar dinero”. Más claro, imposible.
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En la página 71, Lenore habla del desprecio que sufre
Manu Chao por parte de los
hipsters. Aparte de que no me considero
hipster en absoluto, sí confieso que no me gusta Manu Chao, pero por motivos únicamente musicales: se ha convertido en una caricatura de sí mismo que repite fórmulas de la misma manera que lo hace Jarabe de Palo. El ejemplo es extremo, lo sé, pero canciones como
Me gustas tú son, musicalmente, hablando, una tomadura de pelo. Por no hablar de la nociva influencia del exlíder de Mano Negra en varias generaciones de grupos de lo que podríamos llamar “fusión chunga” y que tienen su epicentro en Barcelona y, más concretamente, en el barrio del Raval, generando aberraciones como el “sonido Raval” y mezclas tremendamente indigestas y repetitivas. No hace falta decir nombres.
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En la página 77, bajo el título de "Apartheids culturales", Lenore cita a los jóvenes periodistas que se
“ofenden” por entrar en contacto con artistas que gustan
“a gente corriente”. Sinceramente esa actitud –que no niego que pueda existir- más allá del hipsterismo es de ser gilipollas y mal profesional. Siento personalizar mi argumentación (bueno, es lo que hace Víctor, ¿no?), pero a lo largo de mi carrera he entrevistado a todo tipo de artistas -de los más
mainstream (El Fary, Azúcar Moreno, Europe, Bertín Osborne, Jean Michel Jarre, Gipsy Kings, Roxette, Simply Red, Bryan Ferry o Pet Shop Boys) a los menos conocidos por el gran público (El Vez, Arrested Development, Defunkt, k.d.lang, John Hiatt, Public Enemy, Run DMC, Living Colour, Afrika Bambaataa o Henry Rollins)- y a todos los he tratado igual. Ante todo es una cuestión de respeto por el artista, te guste o no. Recuerdo que el citado Osborne se sorprendió de que hubiera escuchado su disco; pues no solo eso, sino que además acabamos hablando del neocountry y de Dwight Yoakam y Randy Travis. De la misma forma, he entrevistado a grupos llamémosles indies que no me gustaban nada, pero eso no me ha influido ni ha condicionado: nunca he llegado a enfrentarme con artistas como otros han hecho con cuestionarios abiertamente ofensivos.
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En la página 83, Lenore me pone en un brete con unas afirmaciones que respaldo totalmente y otras no tanto. Vayamos a las primeras: qué gran razón tiene cuando afirma que
“grupos de culto como Radiohead, Animal Collective o Tortoise nos cuelan los mismos trucos pseudoexperimentales que dinosaurios progresivos como Yes, Pink Floyd o Supertramp”. En cuanto a su mención a
Lucinda Williams –
“nos partíamos de risa viendo videoclips de Bonnie Tyler, pero pagamos cuarenta euros por los conciertos de la diva country Lucinda Williams, que tiene un registro vocal similar y unas letras en gran parte intercambiables”-, aunque soy bastante fan de la de Louisiana, no le niego parte de razón, sobre todo si comparamos sus discos más recientes con los primeros de su carrera.
Pero en la misma página, por lo que ya no paso es por eso de que
Una historia verdadera es la
“presunta obra maestra" de
David Lynch. No sé de dónde habrá sacado Lenore esa idea, ya que esa película se basa en hechos reales y, por tanto, no parte de una historia del director. Y en el fondo, hay que reconocerlo, por su temática podría ser perfectamente un telefilme de sobremesa de los domingos.
Otra discrepancia unas líneas más abajo: reducir a los protagonistas de
Mad Men a personajes de Corín Tellado es una falacia. Lenore ignora u olvida, en este sentido, las influencias de grandes directores como Billy Wilder y Douglas Sirk, autores de obras maestras del cine. Por otra parte, es comprensible el éxito de una serie que evoca una época donde no se conocía la asfixiante “corrección política” actual, eminentemente individualista y competitiva, de acuerdo, pero también muy creativa.
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En la página 91, titulada “Diplo como icono del saqueo posmoderno”, Lenore parece olvidar que la apropiación de músicas “minoritarias” no es una práctica nueva. Elvis Presley, los Beatles, los Rolling Stones, Eric Clapton… todos ellos se apropiaron de la música negra, del blues y del rhythm’n’blues, y lo embellecieron para el gran público blanco. La diferencia es que
Diplo cuenta con herramientas tecnológicas que facilitan su saqueo, pero no ha inventado nada (ni siquiera el propio hecho del “robo”).
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En la página 112, el autor afirma que
“basta comprobar la diferencia de trato entre el mitificado artista country folk gringo Johnny Cash y el totalmente olvidado Víctor Jara, un doble rasero donde se mezclan prejuicios políticos y raciales”. Alto ahí: primero, antes de que Rick Rubin resucitara la carrera de
Johnny Cash y lo presentara a un público joven e indie, en España era un total desconocido y, probablemente, la situación era justamente la inversa; era
Víctor Jara el artista admirado, en plena dictadura, por razones obvias. Por otra parte, ciñámonos a lo estrictamente musical: las canciones (y los artistas) surgidas en una determinada coyuntura política y social tienen, nos guste o no, fecha de caducidad. Esto sirve para todos los cantautores y todos los himnos surgidos en el franquismo: ya no se aguantan, ya han perdido su vigencia. Esto no quita el carácter político de las canciones; al contrario. Lo que no puede hacerse es protestar contra la corrupción, la injusticia o los desahucios de 2014 utilizando himnos del siglo pasado; hay que componer otros nuevos que, desgraciadamente, ya estarán obsoletos dentro de diez, veinte años. En cambio –y pese a reconocer su ideología digamos “dudosa”, algo que se desprende leyendo su biografía-, las canciones de Johnny Cash han perdurado y seguirán haciéndolo durante décadas.
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En la página 123, “¿Vanguardias o borregos?”, Lenore cita
Twin Peaks como el arranque de la cultura
hipster. Esto si que no se sostiene de ninguna manera. En primer lugar, en España no solo lo emitió una cadena comercial, sino la más hortera y chabacana del momento, Telecinco, en la misma época de las famosas Mama Chicho. Cómo llegó a comprar la marcianaza de Lynch es un misterio, de la misma forma que, años después, tuvo el acierto de programar
Expediente X. (Recuerdo que, en su momento, se dijo que era un intento de “dignificar” su programación). En segundo lugar,
Twin Peaks se convirtió en un fenómeno de masas: fue portada en varias revistas, se publicaron libros… ¡y hasta apareció una colección de fascículos con los VHS de la serie! Así que, de serie de culto y minoritaria, nada de nada. Lo único minoritario fue el público que aguantó hasta el final y que la entendió.
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En la página 140, Lenore describe la tienda de Discos del Sur en Madrid como un paraíso indie elitista y esnob. Parece desconocer el boletín que editaban,
La guía de las otras músicas, donde diversos especialistas (entre los que me encontraba, junto a otros compañeros como Luis Lles y Luis Lapuente) comentaban discos de esos estilos que son despreciados por la prensa y el público indie: africana, latina, reggae, soul, jazz, “ritmos del barrio” (rap y raggamuffin), techno y música de baile en sus múltiples variantes, country y blues. ¿Dónde está ahí el elitismo esnob?
- Por último,
en la página 146 se encuentra la afirmación que, esta sí, ha hecho que me desternillara: ¡citar a
Els Amics de les Arts como grupo indie, en el mismo saco que Belle & Sebastian!
Para terminar, mencionaré los que creo que son los dos errores principales de
Indies, hipsters y gafapastas. El primero, considerar el individualismo como algo negativo. El mundo de la ciencia y del arte (y de la música, claro) está lleno de ejemplos de grandes genios que siempre han trabajado solos (su carácter perfeccionista les imposibilita para colaborar con un equipo). Pero la paradoja reside en que los
hipsters no son individualistas: en el fondo, aunque quieran ser distintos, son todos iguales. Es el mismo sentimiento de los que solo escuchan los 40 Principales, las fans fatales de los grupos adolescentes o los obsesionados por el reggaetón: a su manera se creen únicos, pero todos son igual de borregos y anhelan pertenecer al rebaño.
El segundo error no es nuevo, y afectó en los años setenta a una gran mayoría de la crítica cinematográfica en España, con revistas como
Dirigido Por: esa fobia antiamericana (antiyanqui, sería más propio) que destrozaba cualquier película solo por el hecho de haber sido rodada en Estados Unidos con actores conocidos, para reivindicar un cine europeo o asiático aburrido y amateur o que te tomaba directamente el pelo (estoy hablando del sobrevalorado Godard, por ejemplo). Esos mismos críticos que podían exclamar, sin apenas despeinarse, un
“qué bien que se ha muerto Truffaut” porque representaba al “enemigo”. Con el tiempo, la prensa cinematográfica evolucionó y se dio cuenta de su error. El panfleto de Lenore desprende ese tufillo antiyanqui (o antianglosajón, lo mismo da) que se basa más en “prejuicios políticos” (utilizando sus propias palabras) que en términos de calidad. Aunque hablar de calidad en la cultura sea algo tan subjetivo como proclive a la discusión. Pero de ahi a ponerse a reivindicar de repente a Ismael y la Banda del Mirlitón hay un paso, y tal vez no es necesario llegar a esos extremos.